Piratas by Alberto Vázquez-Figueroa

Piratas by Alberto Vázquez-Figueroa

autor:Alberto Vázquez-Figueroa [Vázquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T05:00:00+00:00


10

Con la primera claridad del día, la carroza de su excelencia don Hernando Pedrárias, abandonó el silencioso caserón, franqueó la gran puerta del alto muro de piedra y se encaminó hacia la adormilada ciudad de La Asunción, pero antes incluso de haber dejado atrás el espeso bosque para alcanzar los espacios abiertos del fértil valle, tres hombres armados surgieron de improviso de entre los arbustos encañonando con sus pesados pistolones al viejo cochero, que a punto estuvo de caer del pescante y romperse la crisma.

Le obligaron a despojarse de su vistoso uniforme para atarle a un árbol de modo que tardase al menos varias horas en liberarse, y en el momento de reemprender el camino Celeste se aproximó a él para besarle con sincero afecto en la mejilla.

—Lo siento, Gervasio —señaló—. Pero es lo mejor para todos. —Con un cómico gesto le introdujo bajo los largos y mugrientos calzoncillos rojos una bolsita de monedas y añadió—: Por las molestias.

—¿Está segura de lo que hace, señorita? —inquirió el anciano con evidente pesar—. Don Hernando la perseguirá hasta el fin del mundo.

—¡El mundo es muy grande! —replicó ella acariciándole cariñosamente el cabello—. ¡Muy grande! No se preocupe. Ahora tengo quien me proteja.

Le colocaron una mordaza, y al poco reemprendieron la marcha con Justo Figueroa en el pescante vestido con el uniforme del cochero y Sebastián y Miguel Heredia sentados frente a la sonriente muchacha, que parecía tan excitada y feliz como una adolescente en el día de su presentación en sociedad.

Al poco, de debajo de su asiento extrajo un pesado arcón que abrió ceremoniosamente para mostrar que se encontraba casi rebosante de hermosas perlas de infinitas tonalidades.

—¡Lo mejor del año! —exclamó al tiempo que tomaba entre los dedos un gigantesco ejemplar casi negro en forma de pera—. ¡Mirad esto! —añadió—. Hasta una reina daría un dedo por ella.

—¡Quédatela! —le invitó de inmediato su hermano—. Y cuélgatela del cuello para que te recuerde el día en que te colocaste fuera de la ley. —Hizo un gesto hacia el bosque que acababan de dejar atrás—. Ese tal Gervasio tiene razón —añadió con un tono que demostraba lo profundo de su preocupación—. La Casa no aceptará que le robemos impunemente.

—Tú llevas años haciéndolo —le hizo notar ella con un simpático mohín al tiempo que se introducía la negra perla en el escote—. ¡Me la quedo!

—¿Y qué pueden hacer? —intervino Miguel Heredia con un tono que evidenciaba su escepticismo—. Cuando se enteren ya estaremos muy lejos.

—Nunca se sabe —fue la en cierto modo enigmática respuesta de su hija—. Ten por seguro que con Hernando nunca se sabe qué puede ocurrir. No le temo, pero conviene estar alerta.

Al llegar a las primeras casas de la ciudad, justo en el cruce en que se alzaba la diminuta ermita, la carroza se desvió hacia el camino que conducía a Santa Ana, y poco después, ya en pleno valle, los labriegos comenzaron a lanzar piedras a su paso al tiempo que les insultaban a voz en cuello para emprender la huida de inmediato.



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